Me gusta pensar que soy el mismo de
siempre.
Que mi espíritu joven no se adormece
con el pasar de los años.
Pasear cada día hasta el mismo
acantilado,
sentir el crujir de las piedras bajo
mis pies
como si fuera la primera vez.
Notar el rumor de la brisa vespertina
recorrer mis nudillos sobre el bastón.
Escuchar el cantar del mismo gallo
una mañana sí y la otra también.
Sentarme bajo el frescor de la higuera
y saborear el fruto temprano de mi
huerta.
Ver el camino perfecto que forman las
hormigas
y hundir mis dedos en la tierra tostada
por el sol.
Me conformo con mi simplicidad. No
quiero más.
Pero, es imposible ignorar que todo
tiene un fin.
Amargamente recuerdo mi solitaria mesa,
siestas rotas y la sequedad de mi boca
al pedir agua fresca.
A pesar de mi cuerpo cada vez más
quebradizo,
aún puedo notar mis sentimientos
erosionar bajo mi piel.
Ya no percibo tu perfume en la
almohada;
apenas se oye el eco de tus lejanos
pasos.
Cómo penetra en mis huesos el olor a
tierra mojada.
Se tiñen de sepia los recuerdos de
antaño.
Ahora las sombras de las resecas ramas
gobiernan nuestra morada.
Los atardeceres eternos bañan las
tejas de cobriza tristeza.
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