Sólo soy capaz de encontrarme a mí
misma en la inmensidad del silencio nocturno. Es en ese instante en
el que abro la ventana a la temprana o tardía brisa de la madrugada
cuando pongo los pies sobre la tierra. Con este ritmo frenético
diario que me obliga a no pensar. Me pierdo entre telarañas
mentales que no llegan a formarse. A veces puedo pasar meses sin
hallarme.
Son en estos períodos en los que mis
sentimientos, mis instintos erosionan bajo mi piel. Me piden a gritos
salir, abrir mi alma una vez más... y yo sin saberlo, acallo este
murmullo que me da la identidad. Maldita rutina...
Necesito esa falsedad, esa ansiada
“libertad”. La necesito y no me doy cuenta de cuánto y cuándo.
Amanece la vida pasajera con un
atardecer tan cercano que me atemoriza abrir los ojos.
Vamos a dejar una huella. Que se
acuerde alguien de nosotros en alguna tarde de lluvia, en alguna
conversación sin trascendencia o en algún momento sin más.
En esta procesión de pensamientos, tal
vez incoherentes, en los que estoy inmersa esta noche, no puedo más
que recordar mi corto recorrido hasta hoy; mi pequeño caminar.
Y claro está, desvarío como una loca.
Pero, qué bueno es estar loco en un mundo tan irreal.
Ya me voy despidiendo (al menos en este
texto) porque, como siempre, nunca sé cómo llegar a un final
perfecto.
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